EL LUGAR DONDE LAS ARAÑAS HACEN SU NIDO
Marcial Fernández
Flavio Grand, italiano de familia materna, de pensamientos arquitectónicos de paterna, y el cocinero de historias más imaginativo y con más sazón de entre todos mis amigos, que igual trama en segundos un exquisito spaghetti alla bolognese que un buffet de manjares inexistentes, me regaló el siguiente cuento. La narración, pues, la acompañamos con un chianti dulzón y suave, obsequio de su amante Berenice, una morena desalmada que algún papel juega en este mangiare, mismo que Flavio nunca me confesó si era cierto o no, por lo que cualquier agravio a la Cosa Nostra no es sino una mera coincidencia. Estábamos trabajando en unos guiones cinematográficos en mi casa de San Ángel cuando Flavio soltó el relato. Pero me lo dio a conocer como si nada, como si se tratara de una escaleta más de su gran alacena, apenas el condimento para darle intriga, acción, magia y humor a una tarde de diciembre; apenas para darle cuerpo al buen vino de Berenice. Flavio me dijo:
-Imagínate la liga de futbol italiana en la década de los ochenta. Con jugadores que venden su talento al mejor postor, y con apostadores que corrompen árbitros, a porteros de equipos rivales, a estrellas contratadas del extranjero.-De acuerdo -contesté y le di un sorbo al chianti.
Flavio, por su parte, prendió uno de mis puros, exhaló una gigantesca oleada de humo, se sirvió más vino y continuó la historia: -Ahora imagínate todos los entramados de dicha corrupción. Una trattoría de Nápoles, o de Palermo, diseñada por un pintor costumbrista, lugar en donde se va a llevar a cabo un soborno...
Entonces vi claramente como Salvatore Galli, delantero centro del equipo Verona, o del Roma, luego de estacionar su fiat convertible a la puerta de dicho establecimiento, se baja del auto y mira a todas partes, se acomoda el nudo de la corbata para después, con paso decidido, entrar a ese lugar de mesas con manteles de cuadrícula, paredes con fotografías de familia, una larga barra de madera y al fondo, cuatro o cinco sujetos con los atavíos más clásicos del cine hollywoodense de gansters.
El godfather del grupo se deja ver entre todos los mafiosos, sus súbditos, y abre los brazos para recibir al recién llegado, quien acepta el contacto y luego le besa el anillo del dedo anular, regordete, de la mano siniestra. -Salvatore -dice el sujeto-, ¡qué bueno que no olvidas tu sangre! ¡Qué bueno que acudes al llamado!
El futbolista asiente con una ligera sonrisa.
-¿Ya comiste, querido?
Y Salvatore, que es casi un niño, vuelve asentir. Pero el padrino no le hace caso y lo lleva a una mesa lejana de oídos indiscretos. Lo invita a sentarse al momento que un mesero les sirve un vaso de vino de la casa adelgazado con agua.
-¿La mamma, bien? -pregunta el viejo.
-Bien.
-Bene, bene. El mesero sale de escena y regresa con fettuccine ai funghi di bosco y deja la charola en el centro del convite para que el abuelo reparta. Entre plato y plato hablan de viandas de la tierra, de los muchachos del barrio, de aquella putilla que ya es actriz de pantalla grande, pero ni una palabra de futbol. Tres vasos de vino son suficientes para que Salvatore se sienta relajado, a gusto, contento por reencontrarse con sus raíces. Beben café y el godfather le hace una seña que marca el final de la entrevista. Ambos se levantan sonrientes, se dan un abrazo de despedida y el padrino le susurra al oído: -Mañana tu equipo pierde. Salvatore, en apenas un instante, se abisma en una pesadilla. Intenta deshacer el abrazo pero el godfather lo sujeta con fuerza. Le repite:-Mañana tu equipo pierde. -Y, tras una pausa, agrega-: hay mucho honor y muchas liras de por medio. Serás recompensado generosamente.
Salvatore abre aún más los ojos en un intento por escapar del mal sueño. Piensa en empujar al viejo y escupirle al rostro, devolverle de esta manera todos los viejos favores a la mamma, a sí mismo. Le quiere decir algo y no puede. Desea negar su participación en el fraude y sabe que es imposible, que le costaría algo más que su carrera. Finalmente el padrino deshace el abrazo y sujeta a Salvatore por los hombros. Le sonríe como los abuelos le sonríen a los nietos, y le dice:
-Ahora, a tu hotel, que nadie sospeche.
Salvatore se siente asqueado, mareado; sin embargo, logra salir con aire sereno de la trattoría. En la calle lo reconocen unos hinchas y le piden su autógrafo. Los ignora y aborda el fiat entre insultos de los ofendidos.
-Bambino di merda -alcanza a escuchar. Enciende el auto y atraviesa avenidas, calles y callejuelas a toda velocidad, sin mirar semáforos. Se detiene en un vecindario de la parte antigua de la metrópoli, la que en época de Justiniano fue villa de cortesanas. Entra a un edificio y en uno de los pisos, su novia, Berenice, una morena que el tiempo volvería desalmada, le abre la puerta y, al verlo, pregunta: -¿Qué pasa?
Salvatore no contesta y la empuja al interior del departamento. La besa y en el sofá casi la viola entre ronroneos de un gato de angora. Acaban y vuelven a hacer el amor, ahora mecánicamente, como por obligación. Terminan y Salvatore se levanta para servirse una copa de grappa que bebe hasta el fondo, observa el cristal entre gesticulaciones y se vuelve a Berenice, quien se muestra absolutamente desconcertada; Salvatore disimula, de nuevo se le acerca y de nuevo invita a la cópula, esta vez con la lentitud y el cuidado que propicia cierto sentimiento de culpa.
Antes del anochecer, mientras Berenice toma una ducha, Salvatore sale del edificio como los ladrones que expían su pecado en el confesionario. Pone en marcha el fiat y lo enfila rumbo al hotel en donde se concentra su equipo. Los compañeros y el cuerpo técnico lo esperan; le hacen bromas; pero nada, Salvatore está indiferente, no asiste a la charla del entrenador ni a la cena. Pide disculpas, dice que le duele la cabeza y que se va a dormir. No obstante, no logra conciliar el sueño. A la mañana siguiente, sin embargo, parece recobrado. Le regresa su habitual buen humor y la deferencia hacia sus compañeros. Da declaraciones optimistas a la prensa y señala por TV que ganar el presente partido es una obligación. Que aspira a que el seleccionador nacional se fije en él.
Empieza el juego y Salvatore alinea de capitán, y el partido transcurre en el tenor del futbol italiano: a la defensiva, de mucha marca, de mucho toque de balón y tácticas salidas de la pizarra. En el minuto noventa, asimismo, el marcador señala un 1 a 0 rotundo, contundente, casi definitivo a favor del equipo rival. El delantero centro, no obstante, se siente aliviado, pues en realidad en él no han recaído oportunidades ya no se diga para ganar el cotejo, sino para siquiera emparejarlo. Pero, segundos antes de que concluya el encuentro, penal, penal, penal... A favor de su equipo. Salvatore, goleador de su escuadra, es designado por el D. T. para cobrar la falta.
-¡La gran puttana! -Murmura entre dientes- ¡La gran puttana! -Se repite mientras coloca el esférico en la mancha blanca-. ¡La gran puttana! -Se dice por última vez al verse en el área del fusilamiento, en donde, en esta ocasión, caso paradójico, el fusilado no va a ser el portero, sino el propio fusilero.
Salvatore, entonces, se perfila a tres pasos del balón. Mira el arco contrario, al cancerbero; los gritos del público se le diluyen en los oídos con un espeso silencio; se concentra; cree imaginar toda su vida, a su mamma regalándole su primera pelota, su debut en la primera división... Escucha el silbatazo del árbitro, camina dos pasos, uno más, quiebra ligeramente la cintura, finta y dispara...
¡Fuera!
De las tribunas se desata un abucheo total al tiempo que Salvatore cae de rodillas tapándose el rostro con las manos. Se decreta el final del partido.
Flavio, quien todavía no termina su relato, aprovechó mi estupor para servirse más chianti y volver encender su puro. -¿Y? -Pregunto impaciente.
-Salvattore Gali recibió de manos de la mafia una maleta llena de liras.
-¿Y?
-La aceptó.
-¿Y?
-Le confesó a Berenice que él intentó anotar el gol, que él tiró al marco.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/10/99
MÉXICO-ZAMBIA CON TIROS PENALES
Marcial Fernández
La historia me la contó Gustavo, a quien a su vez se la contó el sargento Núñez, a quien a su vez se la contó Rey, el titiritero de la anécdota, qué digo titiritero, todo un mago de pueblo, de ésos que en el escenario se equivocan y en lugar de aparecer un conejo del sombrero de copa, lo que de ahí se les escapa es un tigre que acaba con la función. Bueno, tampoco hay que exagerar, aunque los acontecimientos en su momento fueron un verdadero drama, o por lo menos lo fueron para Rey, con el paso del tiempo sucedió lo que comúnmente sucede: el drama termina en comedia y en un buen relato para contar. Antes de seguir hay que aclarar una cosa: los hechos son cien por ciento reales y Rey es un personaje famoso que ha dedicado toda su vida al futbol, al principio como jugador, el rey del tablero de ajedrez, y luego como director técnico, el también rey que mueve las fichas blancas o negras a su antojo, siempre con la mira en derrocar al adversario. El cuento, pues, inicia en un puerto de México. Diré que en Mazatlán, aunque todos sabemos que ahí no hay equipo de primera división, pero sí afición futbolera. Ahora bien, el Mazatlán, dirigido por Rey, se disputaba los primeros lugares de la tabla con un equipo de la capital, diré por decir que los jaguares, la escuadra de la Iglesia.
En ese entonces jugaba con los jaguares Daniel Trejo, un centro delantero excepcional, de quien se dice pudo haber llegado más lejos que Hugo Sánchez. Yo no lo creo; sin embargo, poseía cualidades parecidas al pentapichichi, además de que era el hombre a marcar, ya que al nulificarlo se nulificaba a la decena sobrante.
Eso lo sabía Rey, claro que lo sabía. Por eso decidió mover sus peones aún antes de iniciar la partida. Y no. No contrató a mariachis para que les cantarán toda la noche a los jaguares afuera del hotel, ni motivó a los mazatlecos a que hicieran sonar sus claxons frente a los ventanales donde se hospedaban los de la Iglesia. Rey fue más sutil, simplemente descolgó el teléfono y le habló a Rosabel, que en realidad se llamaba María, una mujer capaz de hacerse pasar por demonio frente al mismísimo Simón del Desierto. -Reina, te tengo un trabajo...
De esta manera, un día antes del juego Mazatlán versus jaguares, cerca de las cinco de la tarde, Rosabel, vestida toda de blanco, con una toga moderna y entallada, el cabello corto y rojo, casi naranja, la mirada azul y las facciones espigadas y dulces, entró al hotel Francia, que era el sitio en donde se concentraban y dormían los de la Iglesia y, sin hacer caso a turistas y nacionales que se volvían a verla, se sentó en una silla alta junto a la barra del bar.
En este punto hay que señalar que el hotel Francia tiene cinco bares o cantinas, como se les quiera llamar. La barra a la que llegó Rosabel es justamente la que está en el lobby, por lo que en tal sitio no era difícil llamar la atención.
Ahí, Rosabel, sentadita y con ademanes correctos, le pidió a Miguel -quien, además de cantinero, era su amigo-, un martini, y como no queriendo sacó de su bolsa un cigarrillo, también blanco, y se puso a fumar con un ligero biz de puta elegante, de ésas por las que Marco Antonio perdería un imperio.
Los buitres de hotel, es obvio, la empezaron a fastidiar. Es más, Juan de Labra, un argentino defensa central de los jaguares, le hizo charla. No obstante, ella negó saber de futbol y le dijo que los futbolistas no le interesaban, peor: la aburrían. Él se quiso burlar de ella, y ella, más pedante que él -cosa que es mucho decir-, se dio media vuelta y empezó a platicar con Miguel, quien aceptó el diálogo como un triunfo personal frente al extranjero.
Cuando De Labra desapareció, Rosabel le preguntó al barmán: -¿Conoces a Daniel Trejo?
-¿No que no te gusta el futbol?
Ella le guiñó el ojo.
-Míralo -se lo señaló sin dejar de preparar unas piñas coladas para unos italianos.
Rosabel se dio vuelta y clavó la mirada en el indicado, quien tenía un cierto aire a Maradona, el único futbolista que ella realmente admiraba. "Ojalá traiga doña Blanca", pensó y lo siguió espiando. Él, en tanto, al sentirse observado, se hizo el loco y, con otros integrantes del equipo, se perdió en el interior del hotel.
Sin embargo, no tuvieron que pasar más de dos martinis para que Miguel le comentara a Rosabel que allá, en una de las mesas del fondo, la buscaban. En una esquina semioculta, Trejo hacía como que trabajaba, como que escribía garabatos en unos papeles en blanco, como que revisaba sus propios manuscritos.
La mujer, sin más, se acercó a la mesa. -Me puedo sentar.
Trejo asintió con una sonrisa de oreja a oreja.
-Me llamo Ana -dijo Rosabel, también llamada María, mientras el sujeto se levantaba para acomodarle una silla.
-Daniel... Daniel Trejo. -Le dio la mano-. Mucho gusto.
-Perdón, pero... No vayas a pensar que...
-No, no, no.
-Lo que pasa es que mi novio...
-No, no te preocupes, ¿qué quieres tomar?
-¿Tú qué tomas?
-Refresco, Coca.
-Entonces, una Coca.
-¿Segura?
-Segura. ¿Fumas? -Sacó sus cigarrillos.
-No, por el momento.
-Oye, ya me dio pena, no vayas a pensar que soy...
-No, mujer, no te preocupes. Y con una de esas conversaciones en las que sin decir nada en realidad se dice todo, la pareja acabó bebiendo la mar de combinaciones: refresco, whisky, ron y, ya en una de las habitaciones, champaña, mucha champaña, que no sólo bebieron sino que se echaron encima. Sí, se bañaron en viuda de Clicquot, primero con ropa y luego desnudos en la tina.
Así, alrededor de la seis de la madrugada, Ana, o Rosabel, o María, que para el caso era la misma, salió del Francia y, todavía con los estragos de la parranda, se fue a tomar una cerveza a los portales. De ahí a echar una birria y después a planchar la oreja.
A las once, no obstante, la despertó el teléfono. -¿Sí? -Contestó de mala gana.
-¿Cómo te fué?
-¿Quién habla?
-Rey.
-¡Ah, Rey, mi vida, de maravilla! Todo un México-Zambia con tiempos extras, tandas de penales, cinco goles y mucha, mucha champaña... Me duele mucho la cabeza...
-Bien, bien. Hoy mismo mandó a depositar en tu cuenta.
-Cómo tú digas, amor.
Rey colgó su celular y quedó tranquilo, más que tranquilo, contento, orondo, como el gusano de la botella de mezcal que sabe que la felicidad del borracho es recíproca a su infelicidad del día siguiente.
Al quince para las doce, hora en que el sol calaba los huesos, el estadio de Mazatlán estaba de bote a bote, sin un sólo lugar para un aficionado más. Las escuadras salieron a la cancha.
A las doce en punto empezó el juego.
Y sí, dicho partido significó un parteaguas en la carrera de Daniel Trejo durante aquella temporada, mientras que Rey quedó como un imbécil por no mandarle marcaje especial en aquel encuentro. El delantero no sólo anotó tres goles -el resultado final fue Mazatlán 1, jaguares 3-, no sólo corrió los 90 minutos como un galgo incansable, no sólo hizo dos o tres jugadas de genio, sino que la prensa lo designó el jugador de la semana, y El Gato Solorzano, comentarista de la transmisión por T.V. del juego, ponderó una y otra vez el profesionalismo y entrega de este futbolista adentro y fuera de la cancha.
De esta manera, pues, a las tres y media de la tarde volvió a sonar el teléfono de Rosabel que, apenas contestando escuchó de golpe la voz colérica de Rey: -¿Con que un México-Zambia con tiempos extras?
-Y tiros penales -respondió la mujer sin entender a bien el tono de Rey.
-¡Carajo, Rosa, no seas cínica! ¿Con quién carajos estuviste ayer?
-¿Cómo que con quién? Con quien me dijiste, con Daniel Trejo.
-Entonces, ¿por qué amaneció fresco como una lechuga, tanto que nos clavó tres pepinos?
-Imposible. Lo dejé en la madrugada hecho una piltrafa, ahogado, vampirizado...
-¿A Daniel? ¿A Daniel Trejo?
-Que sí, Rey, no seas pesado, el muchacho debe de ser un fenómeno para recuperarse tan pronto, de otro modo no me explico que a sus treinta y tantos...
-¿Treinta y tantos? Daniel no llega a veinte.
-¡Qué! ¿Acaso no se parece a Maradona? ¿Acaso no tiene los ojos verdes y el cabello chino?
Rey no contestó.
-¿Acaso no tiene una pequeña cicatriz en la mejilla izquierda?
-Sí, sí la tiene -Rey hizo una pausa, tragó saliva y antes de colgar únicamente atinó a decirle-: sólo que ese es Daniel Trejo padre, psicólogo del equipo, no el centro delantero.
* Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/01/00